23 ene 2022

Donde hay ignorancia es muy fácil confundir la verdad con la mentira.

García Lorca nos trae un corto recorrido de aquello que se hizo en siglos y lo que ello significó para el hombre: EL LIBRO.  

"El libro, dice, es, sin disputa, la obra mayor de la humanidad. Muchas veces un pueblos está dormido como el agua de un estanque en un día sin viento. Ni el más leve temblor turba la ternura blanda del agua. Las ramas duermen en el fondo y los pájaros están inmóviles en las ramas que lo circundan. Pero arrojad de pronto una piedra. Veréis una explosión de círculos concéntricos, de ondas redondas que se dilatan atropellándose unas a las otras y se estrellan contra los bordes. Veréis un estremecimiento total de agua, un bullir de ranas en todas direcciones, una inquietud por todas las orillas y hasta los pájaros que dormían en las ramas umbrosas saltan disparados en bandadas por todo el aire azul. Muchas veces un pueblo duerme como el agua de un estanque en un día sin viento, y un libro o unos libros pueden estremecerlo e inquietarle y enseñarle nuevos horizontes de superación y concordia.
¡Y cuánto esfuerzo ha costado al hombre producir un libro! ¡Y qué influencia tan grande ejercen, han ejercido y ejercerán en el mundo! (...)Todo viene de los libros. (...)Pero antes de que el hombre pudiese construir libros para difundirlos, ¡qué drama tan largo y qué lucha ha tenido que sostener! Los primeros hombres hicieron libros de piedra, es decir, escribieron los signos de sus religiones sobre las montañas. No teniendo otro modo, grabaron en las rocas sus anhelos con esta ansia de inmortalidad, de sobrevivir, que es lo que diferencia al humano de la bestia.
Luego emplearon los metales. Aarón, sacerdote milenario de los hebreos, hermano de Moisés, llevaba una tabla de oro sobre el pecho con inscripciones, y las obras del poeta griego primitivo Hesíodo, que vio a las nueve musas bailar sobre las cumbres del monte Helicón, se escribieron sobre láminas de plomo. 
Más tarde, los caldeos y los asirios ya escribieron sus códices y los hechos de su historia sobre ladrillos, pasando, sobre éstos, un punzón antes de que se secasen. Y tuvieron grandes bibliotecas de tablas de arcilla, porque ya eran pueblos adelantados, estupendos astrónomos, los primeros que hicieron altas torres y se dedicaron al estudio de la bóveda celeste.
 Los egipcios, además de escribir en las puertas de sus prodigiosos templos, escribieron sobre unas largas tiras vegetales llamadas papiros, que enrollaban. Aquí empieza el libro propiamente dicho. Como Egipto prohibiera la exportación de este materia vegetal, y deseando las gentes de la ciudad de Pérgamo tener libros y una biblioteca, se les ocurrió utilizar las pieles secas de los animales para escribir sobre ellas, y entonces nace el pergamino, que en poco tiempo venció el papiro y se utiliza ya como única materia para hacer libros, hasta que se descubre el papel. Mientras cuento esto de manera tan breve, no olvidar que entre hecho y hecho hay muchos siglos; pero el hombre sigue luchando con las uñas, con los ojos, con la sangre, por eternizar, por difundir, por fijar el pensamiento y la belleza. Cuando a Egipto se le ocurre no vender papiros porque los necesitan o porque no quieren, ¿quién pasa en Pérgamo noches y años enteros de luchas hasta que se le ocurre escribir en la piel seca de animal?, ¿qué hombre o qué hombres son éstos que en medio del dolor buscan una materia donde grabar los pensamientos de los grandes sabios y poetas? No es un hombre ni son cien hombres. Es la humanidad entera la que les empujaba misteriosamente por detrás. Entonces, una vez ya con pergamino, se hace la gran biblioteca de Pérgamo, verdadero foco de luz en la cultura clásica. Y se escriben los grandes códices. Diodoro de Sicilia dice que los libros sagrados de los persas ocupaban en pergaminos nada menos que mil doscientas pieles de buey. Toda Roma escribía en pergaminos. Todas las obras de los grandes poetas latinos, modelos eternos de profundidad, perfección y hermosura, están escritas sobre pergamino. Sobre pergaminos brotó el arrebatado lirismo de Virgilio y sobre la misma piel amarillenta brillan las luces densas de la espléndida palabra del español Séneca. Pero llegamos al papel. Desde la más remota antigüedad el papel se conocía en China. Se fabricaba con arroz. La difusión del papel marca un paso gigantesco en la historia del mundo. Se puede fijar el día exacto en que el papel chino penetró en Occidente para bien de la civilización. El día glorioso que llegó fue el 7 de julio del año 75 de la era cristiana. Los historiadores árabes y los chinos están conformes con esto. Ocurrió que los árabes, luchando con los chinos en Corea, lograron traspasar la frontera del Celeste Imperio y consiguieron hacerles muchos prisioneros. Algunos prisioneros de éstos tenían por oficio hacer papel y enseñaron su secreto, a los árabes. Estos prisioneros fueron llevados a Samarcanda, donde ejercieron su oficio bajo el reinado del sultán Harun al-Rashid, el prodigioso personaje que puebla los cuentos de Las mil y una noches. El papel se hizo con algodón, pero como allí escaseaba este producto, se les ocurrió a los árabes hacerlo de trapos sucios y así cooperaron con la aparición del papel actual. Pero los libros tenían que ser manuscritos. Los escribían los amanuenses, hombres pacientísimos que copiaban página a página con gran primor y estilo, pero eran muy pocas las personas que los podían poseer. Y así como las colecciones de rollos de papiros o de pergaminos pertenecieron a los templos o a las colecciones reales, los manuscritos en papel ya tuvieron más difusión, aunque naturalmente entre las altas clases privilegiadas. De este modo se hacen multitud de libros, sin que se abandone, naturalmente, el pergamino, pues sobre esta clase de materia se pintan por artistas maravillosas miniaturas de vivos colores, de tal belleza e intensidad, que muchos de estos libros los conservan las actuales grandes bibliotecas, como verdaderas joyas, más valiosas que el oro y las piedras preciosas mejor talladas. Yo he tenido con verdadera emoción varios de estos libros en mis manos. Algunos códices árabes de la biblioteca de El Escorial, y la magnífica Historia natural, de Alberto Magno, códice del siglo XIII existente en la Universidad de Granada, con el cual me he pasado horas enteras, sin poder apartar mis ojos de aquellas pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más finos que el aire, donde los colores azules y rosas y verdes y amarillos se combinan sobre fondos hechos con panes de oro. 
Pero el hombre pedía más. La humanidad empujaba misteriosamente a unos cuantos hombres para que abrieran con sus hachas de luz el bosque tupidísimo de la ignorancia. Los libros, que tenían que ser para todos, eran por las circunstancias objetos de lujo, y, sin embargo, son objetos de primera necesidad. Por las montañas y por los valles, en las ciudades y a las orillas de los ríos, morían millones de hombres sin saber qué era una letra. La gran cultura de la Antigüedad estaba olvidada y las supersticiones más terribles nublaban las conciencias populares. Se dice que el dolor de saber abre las puertas más difíciles, y es verdad. Esta ansia confusa de los hombres movió a dos o tres a hacer sus estudios, sus ensayos, y así apareció en el siglo XV, en Maguncia de Alemania, la primera imprenta del mundo. Varios hombres se disputan la invención, pero fue Gutemberg el que la llevó a cabo. Se le ocurrió fundir en plomo las letras y estamparlas, pudiendo así reproducir infinitos ejemplares de un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué cosa más difícil! Han pasado siglos y siglos, y sin embargo no había surgido esta idea en la mente del hombre.
 Todas las claves de los secretos están en nuestras manos, nos rodean constantemente y sin embargo, ¡qué enorme dificultad para abrir las puertecitas donde viven ocultos! En las materias de la naturaleza se encuentran, sin duda, los lenitivos de muchas enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es la precisa, la necesaria, para que el milagro se opere? Pocas veces en la historia del mundo hay un hecho más importante que éste de la invención de la imprenta. De mucho más alcance que los otros dos grandes hechos de la época: la invención de la pólvora y el descubrimiento de América. Porque si la pólvora acaba con el feudalismo y da motivo a los grandes ejércitos y a la formación de fuertes nacionalidades antes fraccionadas por la nobleza, y el nacimiento de América da lugar a un desplazamiento de la historia, a una nueva vida y termina con un milenario secreto geográfico, la imprenta va a causar una revolución en las almas tan grande que las sociedades han de temblar hasta sus cimientos. Y sin embargo ¡con qué silencio y qué tímidamente nace! Mientras la pólvora hacia estallar sus rosas de fuego por los campos, y el Atlántico se llenaba de barcos que con las velas henchidas por el viento iban y venían cargados de oro y materiales preciosos, calladamente en la ciudad de Amberes, Cristóbal Plantino establece la imprenta y la librería más importante del mundo, y ¡por fin!, hace los primeros libros baratos. Entonces los libros antiguos, de los que quedaban uno o dos o tres ejemplares de cada uno, se agolpan en las puertas de las imprentas y en las puertas de las casas de los sabios pidiendo a gritos ser editados, ser traducidos, ser expandidos por toda la superficie de la tierra. Este es el gran momento del mundo. Es el Renacimiento. Es el alba gloriosa de las culturas modernas con las cuales vivimos. Muchos siglos antes de estos que cuento, después de la caída del Imperio romano, de las invasiones bárbaras y el triunfo del cristianismo, tuvo el libro su momento más terrible de peligro. Fueron arrasadas las bibliotecas y esparcidos los libros. Toda la ciencia filosófica y la poesía de los antiguos estuvieron a punto de desaparecer. Los poemas homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento griego, luz de Europa, la poesía latina, el derecho de Roma, todo, absolutamente todo. Gracias a los cuidados de los monjes no se rompió el hilo. Los monasterios antiguos salvaron a la humanidad. Toda la cultura y el saber se refugió en los claustros donde unos hombres sabios y sencillos sin ningún fanatismo ni intransigencia (la intransigencia es mucho más moderna), custodiaron y estudiaron las grandes obras imprescindibles para el hombre. Y no solamente hacían esto, sino que estudiaron los idiomas antiguos para entenderlos y así se da el caso de que un filósofo pagano como Aristóteles les influya decisivamente en la filosofía católica.
 Durante toda la Edad Media los benedictinos del monte Athos recogen y guardan infinidad de libros y a ellos les debemos el conocer casi las más hermosas obras de la humanidad antigua. Pero empezó a soplar el aire puro del Renacimiento italiano y las bibliotecas se levantan por todas partes. Se desentierran las estatuas de los antiguos dioses, se apuntaban los bellísimos templos de mármol. Se abren academias como la que Cosme de Medicis fundó en Florencia para estudiar las obras del filósofo Platón, y en fin el gran papa Nicolás V envió comisionistas a todas las partes del mundo para que adquirieran los libros y pagaba espléndidamente a sus traductores. Pero con ser esto magnífico, el paso grande lo daba el editor Cristóbal Plantino en Amberes. Era de aquella casita con su patiecillo cubierto de hiedras y sus ventanas de cristales emplomados, de donde salía la luz para todos con el libro barato y donde se urdía una gran ofensiva contra la ignorancia, que hay que continuar con verdadero calor, porque todavía la ignorancia es terrible y ya sabemos que donde hay ignorancia es muy fácil confundir el mal con el bien y la verdad con la mentira.
Naturalmente, los poderosos que tenían manuscritos y libros en pergamino, se sonrieron del libro impreso en papel como cosa deleznable y de mal gusto que estaba al alcance de todos. Sus libros estaban ricamente pintados con adornos de oro y los otros eran simples papeles con letras. Pero a mediados del siglo XV y gracias a los magníficos pintores flamencos, hermanos Van Eyck, que fueron también los primeros que pintaron con óleo, aparece el grabado y los libros se llenaron de reproducciones que ayudaban de modo notable al lector. 
En el siglo XVI, el genio Alberto Durero lo perfeccionó y ya los libros pudieron reproducir cuadros, paisajes, figuras, siguió perfeccionándose durante todo el XVII, para llegar en el siglo XVIII a la maravilla de las ilustraciones y la cumbre de la belleza del libro hecho con papel. El siglo XVIII llega a la maravilla en hacer libros bellos. Las obras se editan llenas de grabados y aguafuertes, y con un cuidado y un amor tan grandes por el libro que todavía los hombres del siglo XX, a pesar de los adelantos enormes, no hemos podido superar. El libro deja de ser un objeto de cultura de unos pocos para convertirse en un tremendo factor social. Los efectos no se dejan sentir. A pesar de persecuciones y de servir muchas veces de pasto a las llamas, surge la Revolución Francesa, primera obra social de los libros. Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni los ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podéis hacer desaparecer una obra, pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella porque son miles, y si son pocas ignoráis dónde están. Los libros han sido perseguidos por toda clase de Estados y por toda clase de religiones, pero esto no significa nada en comparación de lo que han sido amados. Porque si un príncipe oriental fanático quema la biblioteca de Alejandría, en cambio Alejandro de Macedonia manda construir una caja riquísima de esmaltes y pedrerías para conservar La Ilíada, de Homero; y los árabes cordobeses fabrican la maravilla del Mirahb de su mezquita para guardar en él un Corán que había pertenecido al califa Omar. Y pese a quien pese, las bibliotecas inundan el mundo y las vemos hasta en las calles y al aire libre de los jardines de las ciudades. Cada día que pasa las múltiples casas editoriales se esfuerzan en bajar los precios, y hoy ya está el libro al alcance de todos en ese gran libro diario que es la prensa, en ese libro abierto de dos o tres hojas que llega oloroso a inquietud y a tinta mojada, en ese oído que oye los hechos de todas las naciones con imparcialidad absoluta, en los miles de periódicos, verdaderos latidos del corazón unánime del mundo.
Discurso del escritor español Federico García Lorca, en la inauguración de la biblioteca de Fuente Vaqueros, su pueblo natal. Al discurso donde lo incluyó lo tituló: DIME QUÉ LEES Y TE DIRÉ QUIÉN ERES.

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