24 jun 2016

Las abejas y el día de la consigna esperada

Cuenta Mauricio Maeterlinck que después de la fecundación de las reinas, si el polen y el néctar abundan en las flores, las obreras, por una especie de olvidadiza indulgencia, o quizá por excesiva previsión, toleran algún tiempo más la presencia importuna y ruinosa de los zánganos. Estos llevan una vida ociosa y sin delicadeza; satisfechos, barrigones, llenan las avenidas, obstruyen los pasadizos, dificultan el trabajo, atropellan, son atropellados, y se les ve azorados, importantes, hinchados de desdén, aturdidos y sin malicia, pero despreciados con inteligencia, y segunda intención, inconscientes de la exasperación que va acumulándose contra ellos y del destino que los aguarda. Eligen para dormitar a sus anchas el rincón más tibio de la morada, se levantan perezosamente para ir a chupar en las celdas abiertas la miel más perfumada, y mancillan con sus excrementos los panales que frecuentan.Las pacientes obreras miran el porvenir y reparan silenciosamente los desperfectos. I

Pero la paciencia de las abejas no es igual a la de los hombres. Una mañana comienza a circular por la colmena la consigna esperada, y las apacibles obreras se transforman en jueces y verdugos. No se sabe quién da la consigna; emana de repente de la indignación fría y razonada de las trabajadoras, y de acuerdo con el genio de la república unánime tan pronto como se pronuncia llena todos los corazones. Una parte del pueblo renuncia a salir en busca de botín para consagrarse aquel día a la obra justiciera. Los gordos holgazanes dormidos en descuidados racimos sobre las paredes melíferas, son arrancados bruscamente de su sueño por un ejército de vírgenes irritadas. Se despiertan beatíficos y sorprendidos, no pueden dar crédito a sus ojos, y su asombro logra apenas asomar a través de su pereza, como un rayo de luna a través del agua de un pantano. Se imaginan víctimas de un error, miran en torno suyo estupefactos, y la idea matriz de su vida se reanima en sus torpes cerebros, y les hace dar un paso hacia las cunas de miel para reconfortarse en ellas. 

Antes de haberse dado cuenta del derrumbamiento inaudito de todo su destino de ocio y de regalo, en el trastorno de las leyes dichosas de la ciudad, cada uno de los azorados parásitos se ve asaltado por tres o cuatro ajusticiadoras que se esfuerzan por cortarles las alas. Enormes pero inertes, desprovistos de aguijón no piensan siquiera en defenderse, tratan de escapar u oponen únicamente su masa obtusa a los golpes que los abruman. Los unos sucumben a sus heridas y son inmediatamente arrastrados por dos o tres de sus verdugos a los lejanos cementerios. Otros, menos heridos, logran refugiarse en algún rincón en que se amontonan y donde una guardia inexorable los bloquea, hasta que se mueran de inanición. Muchos logran ganar la puerta y escapar al espacio arrastrando a sus adversarias, pero, al caer la tarde, hostigados por el hambre y el frío, vuelven en masa a la entrada de la colmena, implorando un abrigo. Tropiezan con otra guardia, inflexible. Al día siguiente, a su primer salida, las obreras barren el, umbral en que se amontonan los cadáveres de los gigantes inútiles, y el recuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudad hasta la siguiente primavera.
(Toda una metáfora. Lo malo que como dice el autor, en la siguiente primavera volverán otros zánganos hasta el día de la consigna esperada.)

Fragmento extraído del texto “La matanza de los zánganos” de Maurice Maeterlinck (Gante, Bélgica, 29 de agosto de 1862 - Niza, Francia, 5 de mayo de 1949) fue un dramaturgo y ensayista belga de lengua francesa, que recibió el premio Novel de Literatura en 1911.

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